La legitimación de las uniones homosexuales como uniones familiares
supone discriminación para el resto de uniones
R.
Stith y J. Pérez Adán
Consideremos de entrada el
matrimonio entre hombre y mujer y preguntémonos si precisa este matrimonio el
reconocimiento o apoyo del Estado para que exista. Sabemos que no: el matrimonio
y la familia existen mucho antes que el Estado, en el orden cronológico, en el
social, y también en el orden ontológico. Entonces, ¿por qué han decidido todos
los estados reconocer y beneficiar el matrimonio entre hombre y mujer? Si no es
para crearlo, ¿por qué le dan reconocimiento y legitimación explícita?
Alguno podrá argumentar
que quizá sea para darle un sello oficial de aprobación moral o de validez
religiosa. Podría ser esta parte de la razón en algunos estados teocráticos,
pero no en la gran mayoría de los que hoy reconocen y legitiman el matrimonio
heterosexual, porque la mayoría de estos estados son no-confesionales,
democráticos y libres. Por otra parte, si el apoyo moral o religioso fuera el
fin de su reconocimiento, habría que preguntar porqué el Estado no da apoyo
oficial a otros importantes vínculos religiosos -como la ordenación de los
sacerdotes o el voto de los monjes- o a las muchas amistades que forman la base
de la sociedad civil. ¿Por qué no hay un registro oficial de amistades donde
podamos apuntarnos cada vez que tengamos nuevos amigos o amigas?
La respuesta es evidente.
El Estado tiene un interés especial en la unión entre hombre y mujer porque es
el único vínculo que puede generar nuevos seres humanos, seres indefensos pero
imprescindibles para la comunidad. Este interés especial no implica una
desaprobación estatal indirecta de los monjes ni de los amigos en general. Es
verdad que hay cierto sello simbólico a favor de la familia en la que se enmarca
el matrimonio entre hombre y mujer, pero este sello moral no es el fin que el
Estado persigue; se trata solamente de un efecto secundario. La meta del
reconocimiento y de la legitimación jurídica del matrimonio heterosexual por
parte del Estado es el bien de los hijos. Y este bien se quiere por razones
evidentes a todos: si no se protegen y no se educan con cuidado, y por muchos
años, no tendremos una nueva generación de ciudadanos capaces de asumir su papel
en la libertad ordenada que es la democracia.
Para la protección y la
formación de los niños, que son muy vulnerables, se necesita una familia unida,
un padre y una madre que puedan resistir las fuerzas desintegradoras que vienen
desde dentro y desde fuera, y se necesita hasta unos abuelos que pueden
respaldar a los padres y a los hijos. Por lo tanto, el Estado hace todo lo que
puede para fortalecer el vínculo matrimonial. Insiste en un compromiso
refrendado públicamente e impone unos derechos y deberes mutuos para todos los
miembros de la familia. Más aún, el Estado, reconoce los sacrificios que tienen
que hacer los padres, sacrificios para sus hijos, sí, pero sacrificios que
sirven también al bien común y al interés general de la sociedad. Estos
sacrificios merecen una recompensa y hasta un cierto incentivo por parte del
Estado. Por eso se proponen ventajas especiales para la amistad matrimonial,
para que la gente forme y conserve esta amistad a pesar de las dificultades que
puedan surgir. Estas ventajas pueden y deben reflejarse, y así ocurre en la
mayoría de los países, en el reparto equitativo de las cargas fiscales, en el
acceso a las ventajas de la seguridad social, y en el derecho civil en general.
En este sentido se
entiende que el Estado deba otorgar también un seguro y una ventaja jurídica
específica a cualquier persona casada que elija apartarse de su carrera
profesional pública para dedicarse al cuidado de los hijos. Para hacer a los
niños menos vulnerables, esta persona (por lo común, la madre, pero a veces
también el padre) se hace a sí misma muy vulnerable. Comparte voluntariamente la
vulnerabilidad y la dependencia de los niños. Sabe que está perdiendo defensas
frente al divorcio o frente a la muerte del que gana los ingresos familiares. De
este modo, aunque sea una persona adulta y potencialmente independiente, ella
merece una atención y hasta un subsidio especial amparado por el derecho. La
justicia, el bien de los niños y el bien común así lo requieren.
Todo lo mencionado hasta
ahora no es nada sorprendente pues se deriva de los requerimientos de equidad
vigentes en cualquier sociedad moderna. Lo que sí es sorprendente es cómo nos
olvidamos de ello cuando se trata de legitimar como familia las uniones entre
personas del mismo sexo. Por ejemplo, se dice a menudo que los homosexuales no
tienen libertad de casarse y de tener una vida familiar normal y que, por tanto,
hay que adecuar una legislación para que ello sea posible. Pero no es cierto. Lo
mismo que el matrimonio heterosexual ya existe antes de cualquier reconocimiento
estatal, las amistades homosexuales también pueden existir sin certificación
oficial. No certificar no es prohibir. Tanto los gays y las lesbianas como los
monjes tienen plena libertad de hacer votos de fidelidad sin pedir permiso a
estado alguno. Incluso si se crease una religión que pueda aprobar y llamar
"matrimonio" a su unión, el Estado también lo permitiría. Una vez que se ha
conseguido la no punibilidad de sus actos sexuales, los homosexuales no pueden
decir que haya obstáculo alguno que les impida formar uniones permanentes de
amistad a su libre arbitrio.
Entonces, ¿por qué seguir
debatiendo la cuestión? ¿Qué se pretende? Otra vez la respuesta resulta clara.
Quieren los beneficios indirectos y directos que el Estado da a los matrimonios
entre hombre y mujer en orden a la conformación de familias. Se pide el "sello
de aprobación" que tiene la familia tradicional. Pero esta pretensión resulta de
un malentendido. La aprobación estatal que tiene la familia es solamente para
que logre criar bien a los hijos, no para que goce de algún estatus religioso o
moral. El Estado moderno no tiene ningún propósito directo en dar sellos
aprobatorios a ciertos tipos de amistades ni a ritos particulares de iniciación,
ya sean primeras comuniones o bailes de debutantes. Según John Stuart Mill, el
gran pensador liberal en su famoso ensayo On Liberty, "sólo cuando hay daño
definido o un riesgo concreto, bien al individuo o bien al público, sale el caso
del marco de la libertad y entra en el de la moralidad y el derecho".
En el caso que nos ocupa
el Estado presume que las personas adultas no precisan permisos morales
especiales para el ejercicio de su libertad. Proponer que el Estado dé tales
sellos y permisos es proponer volver a un estado pre-democrático y pre-liberal.
No obstante, vemos que se sigue insistiendo en que el Estado reconozca o
legitime unos permisos morales concretos y explícitos referidos a las uniones
homosexuales, ¿por qué? Se suelen presentar tres argumentaciones.
1.- Los que quieren el
reconocimiento estatal y la legitimación que se deriva para las uniones
homosexuales suelen responder: "Pero aparte de cualquier sello simbólico, el
apoyo del Estado nos ayudaría a formar amistades más fuertes y perdurables. Y
este sería un gran beneficio porque disminuiría el caos o la provisionalidad que
a menudo existe en nuestras vidas sexuales".
Bien, puede ser cierto
este argumento. Pero es también un argumento pre-ilustrado traido de otros
tiempos afortunadamente superados, basado en el paternalismo y en el supuesto
papel activo que debería ejercer el Estado para proporcionar una feliz relación
afectiva a sus ciudadanos. El apoyo estatal a los matrimonios heterosexuales no
precisa basarse hoy en día en nada de eso. Para justificar sus ventajas
jurídicas es suficiente la meta de proteger y formar bien a los hijos. De aquí
que tengamos que negar validez a este argumento.
2.- Los defensores del
carácter familiar de la unión homosexual pueden retomar la discusión afirmando:
"Pero nosotros también podemos tener hijos. Con la ayuda de otras personas
fuera de nuestras parejas, podemos adoptar niños, por ejemplo". Este
argumento tiene un poco más de fuerza, porque se basa en el bien de los niños.
Pero no convence tampoco. Como es sabido, los niños no pueden venir desde dentro
de una pareja de un solo sexo, sino solamente desde fuera. Entonces, no hay (y
no puede haber en una comunidad libre) ningún interés de parte del Estado en la
promoción misma de tales parejas. El interés de la comunidad surge solamente
cuando otras personas dan a estas parejas la posibilidad de criar niños. Ahí sí,
el Estado tiene un interés que debe ejercer. Ante todo, tiene que decidir si el
bien de los niños permite que sean adoptados por parejas formadas por personas
de un mismo sexo. Solamente si se resuelve esta cuestión afirmativamente, tiene
el Estado un interés en fortalecer y legitimar estas parejas.
Es decir, no hay ninguna
necesidad de sancionar la unión de hecho como familia hasta que se apruebe en
principio la adopción de niños -y aún así- el reconocimiento estatal vendría en
el momento de cada adopción y no en el momento original de formar cada pareja.
3.- Podemos esperar una
tercera objeción: "Si no quieren reconocer nuestras uniones porque no son
fértiles en sí, ¿Cómo es que se reconocen matrimonios entre heterosexuales
infértiles o entre gente mayor?" Se puede responder que no hay
heterosexuales en sí infértiles, o sea, acerca de los cuales se sabe sin más con
certeza absoluta que no pueden tener hijos. También, aunque fuera posible
comprobar la imposibilidad de la fecundación en algunas parejas, esta
comprobación requeriría una invasión de la vida privada políticamente
inaceptable, y, además, muy costosa. Así es razonable que el Estado presuma que
exista la posibilidad de tener hijos en cada pareja de hombre y mujer.
En el caso de los
matrimonios entre personas mayores, la argumentación tendría sentido si y solo
si esas personas no pudiesen procurar como abuelos un bien (en el que se
proyecta la imagen del matrimonio) a sus nietos o a los niños en general. Como
ello está lejos de poderse argumentar fuera de casos muy aislados, tampoco
creemos que la objeción sea de recibo.
Aparte de la necesidad de
intervenir en la vida privada para proteger a los niños, el Estado debe
abstenerse de cualquier otra intervención en los ámbitos afectivos. No debe
pretender certificar oficialmente todas y cada una de las amistades aprobadas o
amparadas por la comunidad donde se den. La razón de esta abstención no es
solamente guardar la pureza de la doctrina liberal sobre la no injerencia. La
razón fundamental es la protección que el igual trato debe de brindar a
cualquier unión, es decir: el principio de no discriminación.
La sanción legitimadora
de la unión homosexual por el poder estatal sería injusta para todos los otros
estilos de vida que también pueden aspirar a disfrutar del beneficio de la
legitimación familiar y que ahora quedan fuera de la sanción estatal. Hablamos
aquí no sólo de los monjes que pueden aspirar a constituir una familia monacal,
sino también de las muchas y variadas combinaciones de personas y fines que
puedan darse al albur de la libertad de elección. ¿Cómo podemos excluir, por
ejemplo, a la poligamia u otras formas de matrimonio plural, o a las
"comunas de amor libre" si vuelven a estar de moda? Incluso ¿por qué
quedarnos solamente con las uniones afectivas en las que hay contacto físico
aunque solo sea visual? ¿Por qué no certificar todas las amistades o uniones que
la gente quiera registrar, incluso las virtuales?
En este contexto conviene
que traigamos a colación con mención explícita las distintas situaciones que
pueden presentarse en tiempos más o menos cercanos, dadas las razones de
legitimación que ampara el principio de no discriminación consagrado en casi
todos los ordenamientos jurídicos del mundo. La pregunta que nos hacemos es
¿hasta dónde podemos legitimar sin discriminar? Veamos a lo que nos referimos en
el supuesto de que no nos paramos en la heteromonogamia (matrimonio de uno con
una) sino que intentamos abarcar, con el propósito de no discriminar, todas las
situaciones posibles que puedan darse o se dan en la vida real.
Para no discriminar
tendríamos que legitimar, además de la homomonogamia (el matrimonio de uno con
uno) y de la homomonogamia lésbica (de una con una), la homopoligamia (de uno
con unos), la homopoligamia lésbica (de una con unas), la promiscuidad (de dos o
más varones con otros dos o más), la promiscuidad lésbica (de dos o más mujeres
con otras dos o más), la heteropoligamia (de uno con unas), la heteropoliandria
(de una con unos), la poliandria bisexual (de una con unas y unos), la poligamia
bisexual (de uno con unas y unos), y la promiscuidad bisexual limitada (de dos o
más unas y unos con dos o más unas y unos). Y todo ello sin incorporar casos de
uniones legitimables en las que incorporemos a humanos no adultos, a no humanos
de las distintas especies, o, incluso a medio humanos (ya que las posibilidades
de hibridación que nos avanza la manipulación genética son cada vez más
numerosas).
También podemos, en caso
de que el legislador esté interesado, incorporar en las distintas y casi
infinitas combinaciones que acabamos de mencionar, los diferentes tipos de
relación diacrónica de las variadas combinaciones mencionadas con respecto a la
descendencia, según sea adoptada o no. Y, por último, también podemos incorporar
al cuadro de posibles situaciones, la incógnita de la duración, pues siempre
será conveniente para evitar discriminaciones estipular distintos marcos
jurídicos para el paso de una situación a otra según el tiempo que haya durado
la anterior. Ni qué decir tiene que el multifamilismo resultante daría al traste
con la posibilidad de distinguir y reconocer la familia.
Hemos de decir que la
apertura hacia todos estos reconocimientos es de hecho una meta perseguida por
algunas personas que escriben a favor del equiparamiento entre el matrimonio de
personas del mismo sexo y familia. Por ejemplo, el profesor David Chambers de la
Universidad de Michigan ha escrito: "Si el derecho matrimonial puede concebirse
[simplemente] como algo que facilita las oportunidades de dos personas de vivir
una vida emocional que les parece satisfactoria… el derecho debe ser capaz de
lograr lo mismo para unidades de más de dos… [El] efecto de permitir el
matrimonio entre personas del mismo sexo puede consistir en volver a la sociedad
más receptiva hacia la evolución del derecho en otra dirección".[1] Otra
conocida estudiosa que apoya la causa de estas uniones ha dicho que: "Hay pocos
límites a los tipos de matrimonio… que la gente podría querer crear… Quizá
algunos se atreverían a cuestionar las limitaciones diádicas del matrimonio
occidental y buscar algunos de los beneficios de la vida familiar ampliada a más
personas, a través de matrimonios de grupos pequeños, arreglados para compartir
recursos, cuidado y trabajo".[2]
¿Qué pasaría si
siguiéramos estos consejos y proporcionáramos un mismo apoyo público a todas las
formas de vida que algunas personas pueden encontrar emocionalmente
satisfactorias? Por lo menos multiplicaríamos la injusticia de forzar a todos
los que no estén de acuerdo con estas supuestas formas de vida familiar a
subvencionarlas a través de sus impuestos. E, incluso, a promocionarlas a través
de la escuela pública y de la escuela concertada.
Pero es probable también
que los costos directos e indirectos llegarían al final a un punto en el que
serían simplemente demasiado altos para compensar pagarlos. Hablamos no sólo de
los costos económicos sino también de la calidad de vida en la sociedad civil.
¿Queremos realmente un registro oficial de amistades? Aunque no nos coaccionara
el Estado a registrarnos, sino solamente ofreciera incentivos positivos, ¿no
sería una intrusión demasiado grande en la vida privada?, ¿no perderíamos mucho
en cuanto a la libertad y la flexibilidad en los vínculos personales?, ¿no
habríamos creado una burocracia excesiva?
Por todas estas razones,
creemos que rechazaríamos la tentación de extender al infinito la lista de
uniones que pueden recibir el sello y apoyo de la comunidad. Pero si hemos
aprobado unas uniones solamente para su bien privado emocional, y no para el
bien público de los hijos, cada omisión de esta lista será atacada con razón
como una discriminación. Creemos que al fin y al cabo, la comunidad se retiraría
de toda la tarea de apoyo a cualquier tipo de relaciones. No se abstendría de
proteger y educar a los niños, pero lo haría solamente en guarderías públicas.
Dejaría de certificar y de subsidiar todo tipo de amistad, incluso el matrimonio
heterosexual. Es posible que entonces desapareciera la institución jurídica del
matrimonio y con ella también la familia en la que los humanos nos realizamos
como tales.
Nuestras palabras
finales, como resumen, son las siguientes: en el presente y futuro del debate
sobre la familia lo más importante es tener muy claro qué no es familia. Sólo
teniendo claro este punto podremos dar eficaz protección y amparo a los seres
más amables, a las criaturas más necesitadas, a las personas mejor preparadas
para el regalo y el amor. Solo en la medida en que separemos la familia de otras
situaciones podremos dar a los niños, nuestros hijos, lo que nuestros mayores
nos dieron a nosotros: un mundo dónde vivir, querer y morir como humanos.
Esperemos que así sea y que para ello rectifiquemos algunos errores que ya han
empezado a diseminarse entre nosotros.
Notas
1) David
L. Chambers, What if? The Legal Consequences of Marriage and the Legal Needs of
Lesbian and Gay Male Couples, 95 MICHIGAN LAW REVIEW 447, 490-491 (1996).
2) Judith
Stacey, IN THE NAME OF THE FAMILY: RETHINKING FAMILY VALUES IN THE POST-MODERN
AGE, 127 (1996)